Los mártires
del 2 de enero
"Para intimidar a la gente y apoyar la toma de posesión del ayuntamiento espurio, se movilizaron varios cuerpos de tropas al mando del coronel Emilio Olvera Barrón. La Casa Municipal se convirtió en cuartel (…) Para la UCL solo quedaba un recurso: la resistencia pacífica" (Alfredo Anda Páez en León, cinco siglos contra viento y marea).
El dos de enero de 1946, el gobernador de Guanajuato, Ernesto Hidalgo, a nombre del comité estatal del PRM (Partido Revolucionario de México) publicó un mensaje en los periódicos Universal y Excelsior: "Al quedar instaladas hoy, con el mayor orden y con desbordamiento de entusiasmo cívico, las legítimas autoridades de León, culmina una etapa, no de una lucha local, transitoria y reducida, sino de afirmación revolucionaria y, en consecuencia, de honda repercusión en la pugna trascendental y permanente que libran es nuestro país las fuerzas representativas de las grandes masas populares, contra los reducidos grupos que tratan de sojuzgarlas (…). Desafiamos a los miembros de Acción Nacional y de su vergonzante apéndice, Acción Cívica a que prueben que en Guanajuato no se disfruta el más absoluto régimen de garantía, de respeto y de tolerancia (…)
A las 10 de la mañana de ese día la ciudad de León entró en paro. No abrieron las tenerías ni las fábricas, comercios y oficinas, bancos ni restaurantes. Todo quedó en silencio y las puertas de las casas cerradas, pues se respiraba un aire tenso.
Una muchedumbre inundó la plaza con carteles increpando al gobierno y una comisión fue recibida por el nuevo alcalde, doctor Ignacio Quiroz, quien les preguntó qué querían que hiciera. "Dejar el puesto", le respondieron. "No puedo hacerlo sin antes consultar al gobernador".
"Se le propuso que lo hiciera por teléfono –continúa narrando Anda Páez-. Repuso que la conferencia tenía que ser personal. Se le aconsejó que marchara a la ciudad de Guanajuato. Dijo que no podía hacerlo, por la presencia del pueblo en actitud hostil. Ofrecieron entonces los comisionados retirarlo al otro lado de la plaza. El doctor aprobó la idea y, en efecto, se llamó al público y desde el hotel Condesa, despejose la salida del ayuntamiento, y el doctor Quiroz pudo marchar a la ciudad de Guanajuato".
El dos de enero de 1946, el gobernador de Guanajuato, Ernesto Hidalgo, a nombre del comité estatal del PRM (Partido Revolucionario de México) publicó un mensaje en los periódicos Universal y Excelsior: "Al quedar instaladas hoy, con el mayor orden y con desbordamiento de entusiasmo cívico, las legítimas autoridades de León, culmina una etapa, no de una lucha local, transitoria y reducida, sino de afirmación revolucionaria y, en consecuencia, de honda repercusión en la pugna trascendental y permanente que libran es nuestro país las fuerzas representativas de las grandes masas populares, contra los reducidos grupos que tratan de sojuzgarlas (…). Desafiamos a los miembros de Acción Nacional y de su vergonzante apéndice, Acción Cívica a que prueben que en Guanajuato no se disfruta el más absoluto régimen de garantía, de respeto y de tolerancia (…)
A las 10 de la mañana de ese día la ciudad de León entró en paro. No abrieron las tenerías ni las fábricas, comercios y oficinas, bancos ni restaurantes. Todo quedó en silencio y las puertas de las casas cerradas, pues se respiraba un aire tenso.
Una muchedumbre inundó la plaza con carteles increpando al gobierno y una comisión fue recibida por el nuevo alcalde, doctor Ignacio Quiroz, quien les preguntó qué querían que hiciera. "Dejar el puesto", le respondieron. "No puedo hacerlo sin antes consultar al gobernador".
"Se le propuso que lo hiciera por teléfono –continúa narrando Anda Páez-. Repuso que la conferencia tenía que ser personal. Se le aconsejó que marchara a la ciudad de Guanajuato. Dijo que no podía hacerlo, por la presencia del pueblo en actitud hostil. Ofrecieron entonces los comisionados retirarlo al otro lado de la plaza. El doctor aprobó la idea y, en efecto, se llamó al público y desde el hotel Condesa, despejose la salida del ayuntamiento, y el doctor Quiroz pudo marchar a la ciudad de Guanajuato".
De pronto se apagaron las luces de la plaza y desde las azoteas los soldados comenzaron a disparar contra la gente que se encontraba allí reunida.
El pueblo se encontraba muy inquieto y cualquier cosa podría suceder, así que la UCL les hizo ver que cualquier acto violento daría al traste con el movimiento. Los instó a que regresaran a sus hogares y que volvieran por la tarde para informarles sobre la respuesta del gobierno estatal.
A las seis de la tarde regresó la muchedumbre, pero la UCL no tenía ninguna noticia… a las 8:30 pm se les pidió que de nuevo se retiraran a su casas.
A eso de las nueve de la noche entró a la Plaza Principal un grupo grande de muchachos cargando un ataúd de cartón con las iniciales del PRM, se sentaron frente a Palacio Municipal y fingieron llorar alrededor de la caja. De pronto se apagaron las luces de la plaza y desde las azoteas los soldados comenzaron a disparar contra la gente que se encontraba allí reunida.
"El jefe militar de León, acusa a los sinarquistas de un intento de fallida rebelión y el pueblo indignado señala como únicos responsables de la matanza del día 2 a los soldados de la guarnición, en tanto que la ciudad muerta y presa de un paro casi total de actividades, está llena de taciturnos paseantes, que como fantasmas, recorren lentamente las calles, comentando en secreto el epílogo dramático de una popular protesta contra la imposición.
En el Hospital Civil, abarrotado de heridos, una llorosa multitud, en la que prevalecen mujeres y niños, se arremolinan en las puertas de hierro, esperando inútilmente entrar, para consolar a sus parientes abatidos por las balas. La muchedumbre integrada por humildes personas está unida por el dolor y la resignación M lágrimas en abundancia, pero ni una sola recriminación para nadie.
En un corralón improvisado como morgue, veinticinco ensangrentados cadáveres son contemplados con amarga avidez por una fila de personas que avanzan lentamente en penosa tarea de identificación. Algunos han sido colocados en toscos ataúdes. Otros merecieron féretros forrados de corriente tela que brilla siniestramente al sol.
Los más, están en el suelo. Muchos de ellos tienen los brazos ominosamente extendidos hacia el cielo. Todos presentan varias perforaciones de balas. Un niño de doce años de edad, tiene enormes cajetes en lugar de ojos. Dos balas expansivas simétricamente incrustadas por el occipital le abrieron dos orificios que parecen ver amargamente a la llorosa fila de gente del pueblo que mueve la cabeza y musita una plegaria.
Entre dos cadáveres, sentado en el suelo, un infeliz padre, Pedro Ramírez, sostiene en brazos el cadáver de su hijita María Pilar Ramírez, de cinco años de edad, destrozada por las balas expansivas. "Era lo único que yo tenía en el mundo y me la mataron", dice el infeliz obrero, bañado por la sangre de su pequeña. Llora como chiquillo, y todo mundo, hasta los indiferentes practicantes del hospital que se tutean con los cadáveres, respetan su dolor, su angustia. Tal parece que la muerte escogió a sus predilectos de entre las clases a las que la vida ha negado todo, excepto la salud. Hombres corpulentos y musculosos, mujeres jóvenes y bien formadas, niños robustos, descansan en el corralón de la muerte, en espera de la autopsia y de la tumba" (Enrique Borrego. Enviado del Excelsior, 3 de enero de 1946).
A las seis de la tarde regresó la muchedumbre, pero la UCL no tenía ninguna noticia… a las 8:30 pm se les pidió que de nuevo se retiraran a su casas.
A eso de las nueve de la noche entró a la Plaza Principal un grupo grande de muchachos cargando un ataúd de cartón con las iniciales del PRM, se sentaron frente a Palacio Municipal y fingieron llorar alrededor de la caja. De pronto se apagaron las luces de la plaza y desde las azoteas los soldados comenzaron a disparar contra la gente que se encontraba allí reunida.
"El jefe militar de León, acusa a los sinarquistas de un intento de fallida rebelión y el pueblo indignado señala como únicos responsables de la matanza del día 2 a los soldados de la guarnición, en tanto que la ciudad muerta y presa de un paro casi total de actividades, está llena de taciturnos paseantes, que como fantasmas, recorren lentamente las calles, comentando en secreto el epílogo dramático de una popular protesta contra la imposición.
En el Hospital Civil, abarrotado de heridos, una llorosa multitud, en la que prevalecen mujeres y niños, se arremolinan en las puertas de hierro, esperando inútilmente entrar, para consolar a sus parientes abatidos por las balas. La muchedumbre integrada por humildes personas está unida por el dolor y la resignación M lágrimas en abundancia, pero ni una sola recriminación para nadie.
En un corralón improvisado como morgue, veinticinco ensangrentados cadáveres son contemplados con amarga avidez por una fila de personas que avanzan lentamente en penosa tarea de identificación. Algunos han sido colocados en toscos ataúdes. Otros merecieron féretros forrados de corriente tela que brilla siniestramente al sol.
Los más, están en el suelo. Muchos de ellos tienen los brazos ominosamente extendidos hacia el cielo. Todos presentan varias perforaciones de balas. Un niño de doce años de edad, tiene enormes cajetes en lugar de ojos. Dos balas expansivas simétricamente incrustadas por el occipital le abrieron dos orificios que parecen ver amargamente a la llorosa fila de gente del pueblo que mueve la cabeza y musita una plegaria.
Entre dos cadáveres, sentado en el suelo, un infeliz padre, Pedro Ramírez, sostiene en brazos el cadáver de su hijita María Pilar Ramírez, de cinco años de edad, destrozada por las balas expansivas. "Era lo único que yo tenía en el mundo y me la mataron", dice el infeliz obrero, bañado por la sangre de su pequeña. Llora como chiquillo, y todo mundo, hasta los indiferentes practicantes del hospital que se tutean con los cadáveres, respetan su dolor, su angustia. Tal parece que la muerte escogió a sus predilectos de entre las clases a las que la vida ha negado todo, excepto la salud. Hombres corpulentos y musculosos, mujeres jóvenes y bien formadas, niños robustos, descansan en el corralón de la muerte, en espera de la autopsia y de la tumba" (Enrique Borrego. Enviado del Excelsior, 3 de enero de 1946).
El piso de la Plaza Principal estaba cubierto de charcos de sangre...
"El gobernador Ernesto Hidalgo juzgó que el crimen era el final del conflicto, y su victoria. El día 3 se presentó en el municipio de León y reunió en el Instituto Lux a varios vecinos notables para hacerles saber los nombres de las personas que integrarían una Junta de Administración Civil, personas que escogió entre sus adictos (…)
Cuando los presentes le manifestaron que no aprobaban los nombramientos hechos por él, Hidalgo se irritó, pero una llamada telefónica –que después se supo era del presidente de la república- le hizo mostrarse humilde y aceptó lo que le propusieron los vecinos.
Se designó entonces una Junata de Administración Civil encabezada por Jesús Pérez Bravo, hombre honrado y como vocales Gonzalo Torres Martínez, Luis Sojo, Pedro Pons, Ricardo Acosta, Rubén Cabrera Jiménez y Bonifacio Zermeño".
La Junta de Administración Civil solo tuvo carácter provisional, pues desapareció el 19 de febrero de 1946 al instalarse don Carlos Obregón como alcalde elegido por el pueblo. Su gobierno fue lo que la gente buscaba: una administración honesta.
El doctor Ignacio Quiroz se enteró de la matanza cuando regresaba de Guanajuato. Se quedó en Silao y luego se fue a México. Nunca regresó a León, pues se quedó a vivir en Querétaro donde ejerció su profesión de médico. En cuanto a don Carlos Obregón, enfermó gravemente luego de terminar su mandato y murió. Se dice que la causa fue la profunda depresión que le causaron los hechos del 2 de enero.
Cuando los presentes le manifestaron que no aprobaban los nombramientos hechos por él, Hidalgo se irritó, pero una llamada telefónica –que después se supo era del presidente de la república- le hizo mostrarse humilde y aceptó lo que le propusieron los vecinos.
Se designó entonces una Junata de Administración Civil encabezada por Jesús Pérez Bravo, hombre honrado y como vocales Gonzalo Torres Martínez, Luis Sojo, Pedro Pons, Ricardo Acosta, Rubén Cabrera Jiménez y Bonifacio Zermeño".
La Junta de Administración Civil solo tuvo carácter provisional, pues desapareció el 19 de febrero de 1946 al instalarse don Carlos Obregón como alcalde elegido por el pueblo. Su gobierno fue lo que la gente buscaba: una administración honesta.
El doctor Ignacio Quiroz se enteró de la matanza cuando regresaba de Guanajuato. Se quedó en Silao y luego se fue a México. Nunca regresó a León, pues se quedó a vivir en Querétaro donde ejerció su profesión de médico. En cuanto a don Carlos Obregón, enfermó gravemente luego de terminar su mandato y murió. Se dice que la causa fue la profunda depresión que le causaron los hechos del 2 de enero.
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