Los impuestos de Santa Anna
Otoño de 1853, León contaba con cien mil habitantes y la mancha urbana apenas se extendía de la Calzada al templo de La Soledad de este a oeste, y del río de Los Gómez a San Juan de Dios de norte a sur.
Fue a partir de esta fecha que de un día al siguiente la cantidad de perros callejeros aumentó dramáticamente en la ciudad: grandes y pequeños, finos y corrientes, bravos y mansos... muy pronto se convirtieron en un grave problema, pues constantemente se peleaban entre ellos (hasta a una esquina de la calle Madero se le bautizó como "la del pleito de los animales"); mordían a la gente y les provocaban rabia, además de que dejaban sus deshechos por calles y plazas. Si la proliferación "mágica" de chuchos callejeros resultaba extraña, el acabose se produjo cuando a aquellos se les sumaron no pocos caballos abandonados o hasta sacrificados a medio arroyo.
Por si fuera poco, cierta mañana del mes de febrero de 1854, una casa de la calle de La Condesa (Pino Suárez) amaneció sin ventanas. No es que se las hubieran robado, sino que el propietario las tapó con ladrillos y argamasa para que dejaran de existir. Al día siguiente, también sin ventanas, la gente comenzó a descubrir otras tantas fincas en diferentes puntos de la ciudad.
A finales de mes a la casa de don Hipólito Mena, en la calle de Puerta del Campo (Libertad), ya no sólo le faltaban las ventanas, sino hasta la puerta principal había desparecido y para entrar a ella había que subir por una escalera que llegaba al techo.
El cruce las hoy calles de Pedro Moreno y 5 de Mayo.
Para julio la remodelación de fincas leonesas era cosa generalizada y muy pronto a algunas cuadras parecía recorrerlas un largo muro, pues la falta de puertas y ventanas les daba ese aspecto.
No es que a los leoneses les faltara un tornillo, sino que estaban respondiendo a una maldición que les había caído… no del cielo, sino de la capital del país. Una maldición llamada "impuestos" que había decretado su "Alteza Serenísima", el general Antonio López de Santa Anna.
Dicho decreto imponía una contribución de un peso mensual –gran cantidad para aquella época– a toda persona que fuera propietaria de perros o caballos.
Meses después ordenó que "todos los propietarios de fincas de esta ciudad y demás poblaciones del país, quedan sujetos a pagar mensualmente una contribución por cada puerta y ventana exterior". Y a continuación se daban a conocer las tarifas, que no eran baratas.
Otros impuestos que decretó el general y que también tuvieron efecto en León, fueron el cobrado a los varones de entre 16 y 60 años (por el simple hecho de respirar), el gravamen por cada caño de agua y puesto comercial fijo o semifijo. Además de promulgar una ley reduciendo a prisión hasta por dos meses y multas hasta de doscientos pesos a toda aquella persona que censurara los actos del Supremo Gobierno.
Afortunadamente Santa Anna dejó la presidencia en agosto de 1855 y sus leyes e impuestos fueron derogados. El número de perros callejeros disminuyó y las fachadas de las casas leonesas volvieron a lucir en todo su esplendor.
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