León por la mañana
A finales del siglo XIX, poco antes del amanecer, las calles de León se encontraban sumidas en un silencio y oscuridad casi completos. Tranquilidad que solo era rota por el cantar de los gallos y el trinar de los gorriones y las urracas tempraneras que despertaban en los fresnos de la plaza principal, en el jardín de San Juan de Dios, la calzada y otros paseos arbolados que abundaban en el pueblo. También podían escucharse los lejanos ladridos de algunos perros y el relinchar de los caballos que eran cepillados por los mozos en las cuadras que poseía cada casa en su parte trasera.
De pronto los rayos del sol parecían surgir por debajo del recién construido arco de la calzada e inundaban la calle principal, terminando su viaje de miles de millones de kilómetros sobre la fachada de la Parroquia del Sagrario, cuyo sacristán se aprestaba a tañer las campanas para llamar a la primera misa, al igual que Catedral y decenas de otros templos.
En aquellos tiempos las familias más ricas y aristocráticas habitaban las grandes mansiones que rodeaban la que entonces se llamaba Plaza de la Constitución; y también a lo largo de las calles de Pachecos (5 de Mayo), Real de Guanajuato (Madero) y Real de Lagos (Hidalgo).
Mientras las criadas salían con sus canastas y ollas a comprar el pan recién horneado que llenaba el ambiente de deliciosas aromas y la espesa leche bronca que debía colarse y hervirse en casa; las amas de casa y sus hijas más grandes corrían presurosas a misa, no fuera a ser que llegaran después del evangelio.
"Por allí pasaba doña Andreita Cobo de Ruiz con su paso corto pero rápido de una anciana que pasaba de los ochenta, pero que conservaba erguida y luciendo una peluca negra apretada sobre la cabeza –Nos cuenta don Toribio Esquivel Obregón en su obra "Recordatorios Públicos y Privados-. Y pasaba Felícitas González, viuda ya pero aún guapa, festejada por los grandes por su donaire y por lo jóvenes por sus hijas casaderas. Y doña Manuela Arcocha y doña Celestina Muñatones, y las muchachas que iban a misa sin el acompañamiento de la mamá: Rosa Madrazo y Concha Muñoz y Lolita Arcocha y las ya no muy jóvenes Villavicencio y otras muchas a quienes tal vez les urgía la misa e ir a la iglesia, unas para ver de paso al novio que andaba por allí, y otras para rogarle a San Antonio que les diera uno o volviera por el buen camino al que andaba descarriado".
De pronto los rayos del sol parecían surgir por debajo del recién construido arco de la calzada e inundaban la calle principal, terminando su viaje de miles de millones de kilómetros sobre la fachada de la Parroquia del Sagrario, cuyo sacristán se aprestaba a tañer las campanas para llamar a la primera misa, al igual que Catedral y decenas de otros templos.
En aquellos tiempos las familias más ricas y aristocráticas habitaban las grandes mansiones que rodeaban la que entonces se llamaba Plaza de la Constitución; y también a lo largo de las calles de Pachecos (5 de Mayo), Real de Guanajuato (Madero) y Real de Lagos (Hidalgo).
Mientras las criadas salían con sus canastas y ollas a comprar el pan recién horneado que llenaba el ambiente de deliciosas aromas y la espesa leche bronca que debía colarse y hervirse en casa; las amas de casa y sus hijas más grandes corrían presurosas a misa, no fuera a ser que llegaran después del evangelio.
"Por allí pasaba doña Andreita Cobo de Ruiz con su paso corto pero rápido de una anciana que pasaba de los ochenta, pero que conservaba erguida y luciendo una peluca negra apretada sobre la cabeza –Nos cuenta don Toribio Esquivel Obregón en su obra "Recordatorios Públicos y Privados-. Y pasaba Felícitas González, viuda ya pero aún guapa, festejada por los grandes por su donaire y por lo jóvenes por sus hijas casaderas. Y doña Manuela Arcocha y doña Celestina Muñatones, y las muchachas que iban a misa sin el acompañamiento de la mamá: Rosa Madrazo y Concha Muñoz y Lolita Arcocha y las ya no muy jóvenes Villavicencio y otras muchas a quienes tal vez les urgía la misa e ir a la iglesia, unas para ver de paso al novio que andaba por allí, y otras para rogarle a San Antonio que les diera uno o volviera por el buen camino al que andaba descarriado".
Primera cuadra de la calle Madero a inicios del siglo XX.
En el extremo oriente del portal de la cárcel (Hoy Portal Aldama) los cargadores, peones y albañiles se reunían de seis a ocho a esperar que alguien los contratara para realizar algún trabajo o reparación hogareña. Los silbidos y piropos que dirigían a las sirvientas que pasaban se escuchaban a varias cuadras a la redonda.
A eso de las ocho, poco antes de que los niños invadieran las calles para dirigirse al colegio, los gendarmes sacaban a los presos para que barrieran las empedradas calles y las rociaran con agua para impedir las polvaredas.
Ya a las nueve se escuchaban los cascos de los caballos y el rodar de carretas, así como el trotar de las mulas que jalaban el pesado tranvía.
El pajarero pasaba con su alta torre de jaulas a la espalda, dejando tras de sí una sinfonía de trinar de aves multicolores… el afilador le hacía segunda sonando su armónica y el aguamielero, a todo volumen, anunciaba su producto, que llevaba en dos grandes tinajas de barro que colgaban a los lados de un burro viejo. No podían faltar el zapatero remendón y el grito del ropavejero: ¡Rooooopa vieja que vendan!
Para las diez, antes del que el sol calentara demasiado el ambiente, propietarios de tiendas, empleados y funcionarios públicos cruzaban sus caminos por calles, portales y plazas… dándose mutuamente los buenos días mientras se tocaban el ala del sombrero con la punta de los dedos. Perfectamente vestidos con traje de tres piezas y muy perfumados –que no bañados- pues la costumbre de la ducha diaria todavía tardaría cincuenta años en imponerse.
De la misma manera, un corrillo de desocupados, inútiles y personas sin quehacer se reunía bajo el follaje de un naranjo que se encontraba frente a los que hoy es el Pasaje Catedral, para fumar y enterarse de los últimos chismes y mentiras que corrían por el pueblo.
A eso de las ocho, poco antes de que los niños invadieran las calles para dirigirse al colegio, los gendarmes sacaban a los presos para que barrieran las empedradas calles y las rociaran con agua para impedir las polvaredas.
Ya a las nueve se escuchaban los cascos de los caballos y el rodar de carretas, así como el trotar de las mulas que jalaban el pesado tranvía.
El pajarero pasaba con su alta torre de jaulas a la espalda, dejando tras de sí una sinfonía de trinar de aves multicolores… el afilador le hacía segunda sonando su armónica y el aguamielero, a todo volumen, anunciaba su producto, que llevaba en dos grandes tinajas de barro que colgaban a los lados de un burro viejo. No podían faltar el zapatero remendón y el grito del ropavejero: ¡Rooooopa vieja que vendan!
Para las diez, antes del que el sol calentara demasiado el ambiente, propietarios de tiendas, empleados y funcionarios públicos cruzaban sus caminos por calles, portales y plazas… dándose mutuamente los buenos días mientras se tocaban el ala del sombrero con la punta de los dedos. Perfectamente vestidos con traje de tres piezas y muy perfumados –que no bañados- pues la costumbre de la ducha diaria todavía tardaría cincuenta años en imponerse.
De la misma manera, un corrillo de desocupados, inútiles y personas sin quehacer se reunía bajo el follaje de un naranjo que se encontraba frente a los que hoy es el Pasaje Catedral, para fumar y enterarse de los últimos chismes y mentiras que corrían por el pueblo.
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