El último chofer
Jacinto
Morones nació en el pueblo de San Miguel de la Real Corona (Hoy barrio de San
Miguel) en 1882. A los diez años quedó huérfano de padre y madre, por lo que se
vio forzado a vivir con una tía quien de inmediato lo puso a trabajar para que
se ganara el sustento.
Por aquel entonces sólo los más adinerados podían darse el lujo de tener en casa un reloj de péndulo que sonara a determinadas horas, así que para despertarse temprano, la gente común debía confiar en la luz del sol o el canto del gallo. Fue de esta manera, que para evitar contratiempos, se inventó el oficio de “despertador callejero”, persona encargada de ir a despertar a su casa a quien lo contratara.
Jacinto se convirtió en “despertador” y rápidamente se hizo de una fiel clientela que lo contrataba por unas monedas.
A las cuatro de la mañana se instalaba frente al reloj de Catedral y pacientemente esperaba las horas indicadas para ir corriendo al domicilio del cliente en cuestión y sacarlo de la cama, ya fuera tocando a su puerta, haciendo sonar una campana de sonido distintivo o golpeando al cristal de la ventana con una larga vara que siempre llevaba consigo.
Pasaron los años y con sus ahorritos -más el dinero que obtuvo de la venta de la casa que la tía le dejó en herencia-, el joven Morones logró comprarse una calesa y un bonito caballo, convirtiéndolos en “coche de sitio”, de esos que se estacionaban frente al hoy Portal Bravo y que se alquilaban para llevar a la gente acomodada.
Por aquel entonces sólo los más adinerados podían darse el lujo de tener en casa un reloj de péndulo que sonara a determinadas horas, así que para despertarse temprano, la gente común debía confiar en la luz del sol o el canto del gallo. Fue de esta manera, que para evitar contratiempos, se inventó el oficio de “despertador callejero”, persona encargada de ir a despertar a su casa a quien lo contratara.
Jacinto se convirtió en “despertador” y rápidamente se hizo de una fiel clientela que lo contrataba por unas monedas.
A las cuatro de la mañana se instalaba frente al reloj de Catedral y pacientemente esperaba las horas indicadas para ir corriendo al domicilio del cliente en cuestión y sacarlo de la cama, ya fuera tocando a su puerta, haciendo sonar una campana de sonido distintivo o golpeando al cristal de la ventana con una larga vara que siempre llevaba consigo.
Pasaron los años y con sus ahorritos -más el dinero que obtuvo de la venta de la casa que la tía le dejó en herencia-, el joven Morones logró comprarse una calesa y un bonito caballo, convirtiéndolos en “coche de sitio”, de esos que se estacionaban frente al hoy Portal Bravo y que se alquilaban para llevar a la gente acomodada.
Los “coches de sitio” y luego los tranvías tirados por mulas se estacionaban frente al hoy Portal Bravo.
Llegó el nuevo siglo y con él los automóviles a motor. Nos
cuenta don Federico Pöhls en sus añoranzas: “Vimos allá por los años de 1904 o
1905 los primeros automóviles que llegaron a León. Poco tiempo después de ese
suceso –no sabría precisar cuándo-, unos señores propietarios de un taller
mecánico, adquirieron su automóvil, que domingos y días festivos alquilaban.
Colocaban el tal coche en la Plaza Principal, en espera de pasajeros, a quienes
daban un paseo por cincuenta centavos”.
Los autos a motor nunca incomodaron a las calesas de alquiler tiradas por caballos sino hasta 1918, que el municipio autoriza el servicio de taxi a los automóviles.
El primero en poner el grito en el cielo fue don Jacinto, ya convertido en líder de los choferes. Aducía que los taxis a motor eran una “competencia desleal” que los llevaría a la ruina y que incluso eran máquinas peligrosas, pues las velocidades que alcanzaban (40 km/h) eran malas para la salud y que por usar gasolina podían explotar en cualquier momento.
De nada les sirvieron las protestas frente a Palacio Municipal, las pedradas que lanzaban contra los autos y los bloqueos de circulación que organizaron en las calles Real de Guanajuato y Real de Lagos; poco a poco las calesas de alquiler fueron desapareciendo.
Morones fue el último chofer de calesa que ofreció sus servicios en la Plaza Principal. Allí se le pudo ver hasta 1926, año de la gran inundación, esperando a sus escasos clientes, en su mayoría ancianos nostálgicos que no veían con buenos ojos esas modernidades del diablo, como les decían al automóvil, el avión, el cinematógrafo, la radio y el teléfono.
Los autos a motor nunca incomodaron a las calesas de alquiler tiradas por caballos sino hasta 1918, que el municipio autoriza el servicio de taxi a los automóviles.
El primero en poner el grito en el cielo fue don Jacinto, ya convertido en líder de los choferes. Aducía que los taxis a motor eran una “competencia desleal” que los llevaría a la ruina y que incluso eran máquinas peligrosas, pues las velocidades que alcanzaban (40 km/h) eran malas para la salud y que por usar gasolina podían explotar en cualquier momento.
De nada les sirvieron las protestas frente a Palacio Municipal, las pedradas que lanzaban contra los autos y los bloqueos de circulación que organizaron en las calles Real de Guanajuato y Real de Lagos; poco a poco las calesas de alquiler fueron desapareciendo.
Morones fue el último chofer de calesa que ofreció sus servicios en la Plaza Principal. Allí se le pudo ver hasta 1926, año de la gran inundación, esperando a sus escasos clientes, en su mayoría ancianos nostálgicos que no veían con buenos ojos esas modernidades del diablo, como les decían al automóvil, el avión, el cinematógrafo, la radio y el teléfono.
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