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Ya semos dos...

Allá por 1920, siendo alcalde don Isauro Solís, la ciudad de León tenía un grave problema de inseguridad. Los asaltos y asesinatos se encontraban a la orden del día y la autoridad no hacía nada para combatirlos.
Apenas comenzaba a ocultarse el sol, la gente que vivía en el centro hacía lo posible por salir del barrio del Coecillo… y la que se encontraba en el centro por llegar a su barrio; ya que cruzar el puente Barón y Morales, frente al mercado República, era una peligrosísima odisea cuando ya había oscurecido.
Muy conocidos en el pueblo eran los sobrenombres de aquellos maleantes que asolaban el área: El Precipitado, El Cagatole, El Mascafierros, El Chapurraco y Luz el Florero, quienes ya con sus alipuses entre pecho y espalda hacían de la suyas sin que nadie se atreviera a detenerlos.
Una tarde cualquiera, Luz el Florero tomó más copas de las acostumbradas a la hora de la comida, así que a las seis de la tarde ya andaba borracho y llegó más temprano de lo normal al puente del Coecillo, que a esas horas se encontraba atiborrado de transeúntes.
Buscaba a alguien que lo “viera feo” o le diera el menor motivo para entablar el acostumbrado pleito. Hacía sonar fuerte los tacones de sus botas contra el enlosado de las banquetas o el empedrado del arroyo, impaciente por encontrar “gallo” con quien medirse “de macho a macho”.

El puente del coecillo antes de que lo tumbara la inundación de 1888.

Nos cuenta don Vicente González del Castillo en sus leyendas: “Después de infructuoso pavoneo, repentinamente, como si algún soplo diabólico le hubiera llevado deslumbradora idea, se plantó en el extremo sur del propio puente; de los dobleces de su gruesa frazada cuyas “barbas” de atrás arrastraba por el suelo, sacó ancho, largo, pavoroso tranchete, y trazando con la punta del mismo un semicírculo, dijo con tono agresivo: -“De esta raya, para acá, no hay más que un hombre – y se golpeaba el pecho con el puño izquierdo-; el que se atreva a pasarla, tendrá quehacer con mi cuchillo, porque o me mata, o lo mato”. Y repetía: -De esa raya, para acá, no hay más que un hombre”.
 
Nadie más se atrevió a cruzar el puente… ni a moverse, ni a pronunciar palabra. Luz les buscaba la mirada a los hombres, pero todos la tenían puesta en el piso; listos para correr si el Florero cruzaba la línea que él mismo había trazado.
 
De pronto, de entre la multitud, salió un individuo de insignificante aspecto, pero que blandía tremendo machete cuyo filo lanzaba cegadores destellos al reflejarse en él la luz del sol. Se trataba de El Mascafierros, que tenía de aventado lo contrario de su estatura.
 
Lentamente se acercó a Luz el Florero, quien no daba crédito a sus ojos, pues no comprendía como aquel “enano” se atrevía a hacerle frente. El Mascafierros cruzó la línea y los nervios de la multitud se tensaron, imaginando la carnicería que se avecinaba.
 
“¡Y ora qué!” –Grito El Mascafierros. -¡Ora menos van cruzar… pus ya semos dos machos, compadre!”. Le contesto Luz el Florero abriendo mucho los ojos y balbuceando.
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