Los primeros aparadores
Hoy en día
estamos acostumbrados a que los negocios del primer cuadro de la ciudad tengan
grandes aparadores y vitrinas al frente, en donde se exhibe del mejor modo
posible la más variada mercancía con el fin de tentar al cliente potencial.
Por otro
lado, los interiores de estos negocios, en su mayoría, se encuentran bien
iluminados y ventilados… y los vistosos artículos al alcance de la mano.
Pero no
siempre fue así.
A mediados
del siglo XIX aún no existía la luz eléctrica, así que los interiores de las
tiendas se mal iluminaban con claraboyas en el techo que permitían la entrada
de la luz solar unas pocas horas al día. Cuando esto no era posible se
encendían lámparas de cebo o de petróleo cuya mortecina luz apenas iluminaba
algunos metros cuadrados, por lo que era necesario colocar varias a lo largo
del local, con el consiguiente peligro de que en cualquier momento se iniciara
un incendio; cosa que sucedía frecuentemente.
Por otro
lado los productos, ya fuera ropa, zapatos, herramientas, telas, etc. no se
encontraban al alcance del cliente; en cambio, al llegar, éste se paraba frente
a un largo mostrador que era atendido por un ejército de dependientes, que a
todas horas era supervisado por algún empleado de confianza desde un sitio
elevado. El propietario, casi siempre era el encargado de la caja de cobros.
Una vez
recibida la solicitud del comprador, el empleado se internaba en los intrincados
pasillos de estantes a buscar lo necesario.
Interior de la tienda de importaciones La Esmeralda, que se encontraba en la primera cuadra de la Calle Real de Guanajuato, hoy Madero, allá por 1895.
Por aquel entonces
no existían las bolsas de plástico que hoy contaminan nuestro planeta; en
cambio, dependiendo de la mercancía, el tendero la envolvía diestramente en
papel de estraza y la aseguraba con un cordel alrededor, que remataba con un
preciosista nudo de moño.
Los
aparadores con grandes cristales al frente simplemente no existían… Nos cuenta
don Toribio Esquivel Obregón en su obra “Recordatorios Públicos y Privados”: “No fue sino hasta el año de 1871 cuando los
introdujo don Joaquín Flebbe, un sombrerero alemán que vino ese año a
establecerse en León y puso su sombrerería en la esquina noreste de las calles
de Pachecos y Real de Guanajuato (5 de Mayo y Madero, donde hoy se encuentra
el local de telas Biba); sus aparadores
consistían en un estante con un cristal de una sola pieza y el estante, montado
sobre ruedas, se acercaba a la puerta de la tienda hasta enrasar con el marco
durante el día, y se retiraba durante la noche para que aquella se cerrara”.
Era el
último grito de la moda en Europa, aunque a los mercaderes de León no los
acababa de convencer la idea, pues pensaban que en cualquier momento serían
víctimas de los ladrones al tener sus artículos tan “a la mano”.
Fue hasta el
inicio del siglo XX que los grandes aparadores comenzaron a surgir alrededor de
la Plaza Principal, y fue “casualmente” en los edificios que construyó don Luis
Long: Las Tullerías, La Casa Madrazo y La Primavera, a cuyos propietarios –por
cierto-, también aconsejó sobre la mejor manera de acomodar sus mercancías,
atender al cliente y promoverse.
De esta
manera, don Luis, además de relojero, joyero, astrónomo y arquitecto, se
convirtió en el primer “mercadólogo” que hubo en León.
Los primeros aparadores que hubo en León estuvieron en la sombrereria del alemán don Joaquín Flebbe, en la esquina que hoy forman las calles Cinco de Mayo y Madero.
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